Juan de Jerusalén


Hace más de mil años que nació no lejos de Vézelay y de su monasterio benedictino, un niño 
de nombre Juan
Durante siglos, su existencia y su destino singulares sólo fueron conocidos por iniciados que, de generación en generación, se transmitieron los escritos del monje Juan de Jerusalén.

Han sido necesarios los cataclismos de este fin de siglo para que El libro de las profecías -que a partir del siglo XIV algunos iniciados prefieren llamar El protocolo secreto de las profecías- salga de las sombras y el nombre de Juan de Jerusalén se empiece a difundir por distintos ámbitos, uniéndose así al de Nostradamus, el astrólogo provenzal del que algunos eruditos piensan que fue uno de los privilegiados que leyeron el protocolo secreto de las profecías.

Evidentemente la salida a la luz de Juan de Jerusalén y de sus predicciones no se debe a un azar. Solamente los ciegos y los miopes que no saben descifrar el orden oculto de los acontecimientos podrían pensar así. De hecho, el descubrimiento del protocolo secreto de las profecías –debido a la existencia de una fuerza misteriosa que organiza la sucesión de los hechos- debía sobrevenir ahora.

Estas profecías se refieren a esa extensión fascinante e inquietante de tiempo que se abre a partir del año 2000: El siglo XXI, época en que vivió Juan de Jerusalén. En su protocolo secreto escribió: «Cuando llegue el año mil que sigue al año mil…»

Este segundo año mil está ante nosotros. Era, pues, necesario que las profecías surgieran de la profundidad de los tiempos, donde yacía enterrado el nombre de Juan de Jerusalén. Profecías que podrían haber desaparecido del recuerdo y de las bibliotecas, no ser más que un grano de arena anónimo entre los millares de granos de arena que se acumulan en mil años. He aquí, por el contrario, surge el libro de las profecías y nos anuncia el porvenir. Nos inicia y nos ilumina.

Juan de Jerusalén era uno de los que habían adquirido el conocimiento y que sabían traspasar las fronteras del tiempo, para internarse en el porvenir o reencontrar el pasado. Para ellos, maestros de la gnosis, el tiempo no es un fluir ininterrumpido, incomprensible, parecido al agua de un río, sino un lago en el que sí se sabe se pueden explorar abismos, tocar las orillas opuestas, trazar su mapa y conocer todas las corrientes.

¿Cómo adquirió Juan de Jerusalén el arte del conocimiento, esa ciencia del tiempo que hace posible la profecía?

Un manuscrito del siglo XIV encontrado recientemente en un monasterio de Zagorsk -cerca de Moscú- y que es sin duda el primero que emplea la expresión Protocolo secreto a propósito de las profecías, traza en una veintena de líneas un breve retrato de Juan de Jerusalén.

No dice nada de su aspecto físico, pero califica a Juan de «prudente entre los prudentes» de «santo entre los santos» y precisa que «sabía leer y escuchar el cielo» y que era «el ojo y el oído del hombre, por medio del cual las fuerzas de Dios se hacen ver y oír»

Así, Juan de Jerusalén era un intermediario, un vidente que escribía el dictado, la mano guiada por una voz, pues su mirada había desvelado la arquitectura oculta del mundo, las coordenadas que desde un punto del pasado o del presente, participaban del futuro y configuraban el mapa del tercer milenio.

¿Provenía el saber de Juan de Jerusalén del medio en el que creció el niño de Vezelay, de esa Borgoña de las grandes abadías, de ese país como dice el manuscrito en el que se menciona a Juan de Jerusalén «tierra del Emperador, comarca de bosques negros y fe clara, lugar donde los calveros de esperanza abren pasos en los montes altos del diablo»? ¿Era hijo de un campesino? Es poco probable. ¿Sería su padre uno de esos señores feudales que vivían en sus torres de piedra, en lo alto de las colinas ocultas por la niebla? ¿O uno de esos caballeros, muchos de los cuales partieron a las Cruzadas, que velaban por la seguridad del monasterio benedictino de Vézelay, fundado en el 860 por Giran de Rosellón, uno de los principales vasallos del emperador Lotario?

Lo ignoramos todo sobre la infancia de Juan de Jerusalén. Si la evocó en alguno de sus textos éstos se han perdido, o quizás esperan el momento propicio para aparecer, escondidos mientras tanto en un monasterio del monte Atos o en la cavidad de una roca, en las profundidades de una gruta de Tierra Santa.

Pudiera ser que los padres de Juan fueran peregrinos en camino hacia Santiago de Compostela y que Juan naciera en la etapa de Vézelay porque así lo dictaba su destino, vinculándole a este monasterio benedictino en el que se decía se conservaban las reliquias de la pecadora María Magdalena.

En todo caso es reivindicado por los monjes benedictinos de Vezelay como uno de los suyos: en uno de sus manuscritos se lee: «Juan de Jerusalén, niño del monasterio, hijo de Borgoña, soldado de Cristo en Tierra Santa».

Pero a partir del siglo XIV su nombre, hasta el momento citado con regularidad, desaparece -si exceptuamos el manuscrito encontrado en Zagorsk que emplea la expresión Protocolo secreto-, como si a partir de ese punto fuera peligroso referirse a Juan de Jerusalén y a sus escritos.

Es verdad que Juan de Jerusalén había sido uno de los fundadores de la Orden de los Templarios y se sabe que, en el siglo XIV, el poder de los caballeros del Temple era tal, que fueron perseguidos por el rey de Francia, Felipe el Hermoso, y que por esta causa se hizo sin duda peligroso mencionar el nombre de Juan de Jerusalén. En efecto, él era, según numerosas crónicas, el séptimo de los ocho caballeros que, en 1118, agrupados en torno al champanés Hugo de Payns, crearon la orden del Temple.

Se cree que murió poco después, seguramente en 1119 o 1120, y puesto que la crónica indica que «fue llamado por Dios cuando estaba marcado por el número del sello, dicho dos veces», podemos pensar que tendría setenta y siete años.

El número 7, el del séptimo sello, la cifra simbólica a la que los iniciados conceden tanta importancia, marca como vemos el destino de Juan de Jerusalén. Y si 1119 fue la fecha de su muerte en Jerusalén, habría nacido entonces en el 1042, en la primera mitad del siglo XI, todavía muy influenciado por el año mil y las predicciones relacionadas con esa fecha fatídica, aunque debido a las vacilaciones del calendario, ésta no estuviera definida con la claridad que actualmente caracteriza el compás del tiempo.

Puesto que ese hombre «prudente entre los prudentes» participó en la conquista de Jerusalén en 1099, viviría en la ciudad de Cristo unos veinte años durante los que escribió El libro de las profecías.

¿Cómo?... El manuscrito de Zagorsk cuenta que Juan de Jerusalén solía retirarse al desierto para rezar y meditar.

«Estaba en la frontera entre la berra y el cielo».

Sin duda se podría describir así ese éxtasis que conocen los iniciados cuando, yaciendo en el suelo, iluminados por la intensa luz de la noche que brilla en el desierto o en las grandes alturas, se dejan penetrar por las fuerzas estelares y telúricas. Pasan a ser parte de la corteza terrestre y el sol los nutre con sus poderosos fluidos.

Se sumergen en los cielos y las estrellas los penetran con sus rayos. En efecto, están como el texto dice metafóricamente, en la frontera: son intermediarios, como seres con dos caras, Janos abiertos a los cielos y a la materia.

«Juan de Jerusalén -leemos- conocía el cuerpo del hombre, el de la tierra y el del cielo, sabía seguir los caminos que en esos mundos conducen a los secretos».

Juan de Jerusalén fue, eso es lo que nos dice el manuscrito, médico o curandero y también astrólogo o astrónomo. También en este sentido es un precursor de Nostradamus, que curaba a los hombres y observaba los astros, en la línea de la más antigua tradición de grandes iniciados, de sabios, de adivinos, que aún no habían dividido, como han hecho los hombres de hoy, su espíritu, ni mutilado sus sentidos para separar artificialmente intuición, profecía y adivinación, de saber y conocimiento.

En Jerusalén, el monje-soldado, el ermitaño del desierto, el meditador, el iniciado, pudo recoger en sus encuentros con los rabinos judíos, con los sabios musulmanes, con los iniciados, los secretos que se transmitían esos maestros, respetuosos de la tradición y duchos en las artes de la adivinación. Pudo empaparse de la filosofía esotérica griega y de la cábala judía, e incluso de los misterios del álgebra y del significado simbólico de las cifras.

Leyó los libros sagrados y durante los períodos de aislamiento en el desierto, sin duda entabló relación con los adeptos de las sectas gnósticas, algunas de las cuales habían sobrevivido, en el culto al conocimiento sagrado, desde antes de la venida de Cristo, del que anunciaron la aparición y prepararon el mensaje.

De este modo el monje Juan, explorador del orden secreto del mundo y del tiempo, se encontró lo que evidentemente no es un azar viviendo y escribiendo en Jerusalén, que es uno de los puntos de confluencia de las corrientes sagradas que recorren la humanidad desde sus orígenes.

En efecto, Jerusalén es uno de los nudos iniciáticos y simbólicos del universo: allí convergen las fuerzas espirituales, se acumulan en una superposición irradiante las ruinas de los grandes templos, las tumbas de los iniciados, las reliquias de los textos sagrados.

Allí Juan no podía dar un paso sin descubrir la huella de otros pasos que, antes que él, se habían dirigido hacia los lugares de sacrificio y de suplicio, de meditación, o hacia los santuarios.

Bajo el gran cielo estrellado de Oriente, en esta encrucijada de conocimiento, en esta región en que las profecías y las leyes fueron comunicadas a los hombres, Juan de Jerusalén estuvo a la escucha del porvenir.

Fue un transcriptor y un vidente. Su Libro de las profecías es realmente un Protocolo secreto del que tuvo conocimiento porque se dejó penetrar por las fuerzas subterráneas y los ritmos del tiempo.

Es comprensible que todos aquellos que, en el curso de los siglos, han leído o simplemente tocado este Libro de las profecías, hayan experimentado cierto terror sagrado, como si ante ellos se abriera un abismo.

Pero lo disimularon y se limitaron a transmitirse el libro unos a otros, incapaces de considerar su destrucción, que hubiera sido un sacrilegio, aplazando siglo tras siglo, el momento de su divulgación. La mayoría de ellos pensó y algunos así lo escribieron que, llegado el momento, el Protocoio secreto saldría a la luz por sí mismo. . .

Y así acaba de ocurrir.
Veo y conozco

Mis ojos descubren en el cielo lo que será, y atravieso el tiempo de un solo paso. Una mano m guía hacía lo que ni veis ni conocéis.

Mil años habrán basado y Jerusalén ya no será la Ciudad de los Cruzados de Cristo. La arena habrá enterrado bajo sus granos las murallas de nuestros castillos, nuestras armaduras y nuestros huesos. Habrá sofocado nuestras voces y nuestras Plegarias.

Los cristianos venidos de lejos en peregrinación, allí donde estaban sus derechos y su ley, no osarán acercarse al sepulcro y a las reliquias si no es escoltado por los caballeros judíos, que tendrán aquí, como si Cristo no hubiera sufrido en la cruz, su Reino y su Templo.

Los infieles serán una multitud innumerable que se extenderá por todas partes y su fe resonará como un tambor de un confín al otro de la tierra.

Veo la inmensidad de la tierra.

Continentes que Herodoto no nombró sino en sueños se añadirán más allá de los grandes bosques de los que habla Tácito y en el lejano final de mares ilimitados que empiezan después de las columnas de Hércules.

Mil años habrán pasado desde el tiempo en que vivimos, y los fondos de todo el mundo se habrán en grandes reinos y bastos imperios. Guerras tan numerosas como las mallas de la cota que llevan los caballeros de la orden se entrelazarán, desharán los reinos, los imperios y tejerán otros.

Y los siervos, los villanos, los pobres sin hogar se sublevarán mil veces, harán arder las cosechas, los castillos y las villas hasta que se les queme vivos y obligue a los supervivientes a volver a sus cubiles. Se habrán creído reyes.

Mil años habrán pasado y el hombre habrá conquistado el fondo de los mares y de los cielos, y serán como una estrella en el firmamento. Habrá adquirido el poder del Sol y se creerá dios construyendo sobre la inmensidad de la Tierra mil torres de Babel. Habrá edificado muros sobre las ruinas de los que levantaron los emperadores de Roma, y éstos separarán una vez más las legiones de las tribus bárbaras.

Más allá de los grandes bosques habrá un imperio, cuando caigan los muros, el imperio no será más que agua cenagosa. Las gentes se mezclarán una vez más. Entonces empezará el año mil que sigue al año mil.

Veo y conozco lo que será.
¡Soy el escriba!!

Cuando empiece el año mil que sigue al año mil, el hombre estará frente a la entrada sombría de un laberinto oscuro. Y al fondo de esa noche en la que va a internarse, veo los ojos del minotauro.

Guárdate de su furor cruel, tú que vivirás en el año mil que sigue al año mil.

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